El Estado
de arribay el Estado
de abajo
Guillermo Almeyra
En varios países de América Latina –como Bolivia, Ecuador o
Venezuela– presenciamos esfuerzos por imponer la igualdad de derechos de los
pueblos indígenas y la democracia en el conjunto de la las relaciones sociales
–que son la base del Estado– mientras se discute la construcción de las formas
estatales que mejor corresponden a las necesidades de los diversos sectores que
en el campo nacional a veces se unen, otras meramente conviven y otras se
diferencian y combaten.
Como en el combate por escapar del atraso y la miseria que se han visto
agravados por la crisis mundial del capitalismo se juntan y entremezclan
diferentes revoluciones –la descolonizadora de los pueblos indígenas, la
democrática y por la unidad nacional y la anticapitalista en germen– no todos
los diferentes revolucionarios persiguen hasta el fin la transformación
económica y social real, la construcción de relaciones no capitalistas. Por
consiguiente, en el gobierno o en las organizaciones de masas todos hablan de
revolución, pero cada uno le da al concepto un contenido diferente.
Esos países, como todos los latinoamericanos, por su relación con el capital
financiero internacional y su inserción en el mercado mundial capitalista,
tienen un Estado dependiente y relaciones de producción capitalistas. Lo que
está en disputa en todos es el grado mayor o menor de aplicación de las
políticas neoliberales y, por ende, las políticas y formas de funcionamiento y
de sustentación de los gobiernos capitalistas locales. Al mismo tiempo, la
movilización independiente de los sectores más oprimidos por el capital y menos
integrados en los modos de vida y de consumo capitalistas (que los gobiernos y
todo el establishment presentan como si fueran algo natural) les lleva
a extraer del pasado para darles vigencia en la lucha actual tradiciones y
restos de formas de organización comunitarias que dan las bases para nuevas
relaciones sociales colectivistas que chocan con el capitalismo.
Surge de allí un poder paralelo al del Estado capitalista y su gobierno (por
ejemplo, policías comunitarias o sindicales, leyes y organismos de justicia que
no son los oficiales) y esa red de poderes locales reales tiende a abrirse paso
en la Constitución nacional y es la expresión naciente de otro tipo de Estado de
transición, no capitalista, creado desde abajo y que se legitima y legaliza
mediante las luchas contra el poder estatal central con el cual se entrelaza el
capital nacional y extranjero.
Éste, por supuesto, se defiende recurriendo a la violencia y a la cooptación
de los dirigentes sociales para unificar al país bajo su férula, ya que no se
propone eliminar el sistema capitalista sino reformarlo, crear un capitalismo
andinoo vernáculo, y acepta sólo la igualdad formal ante la ley (entre un gran minero y un indígena comunitario, por ejemplo) y no el desarrollo de la autonomía y la autogestión social generalizada que cree las condiciones para la
federación de libres comunas asociadasque Marx sugería podría ser la forma del socialismo y del comienzo de agonía y disolución del Estado para dar paso a una nueva organización social en la que, como decía Saint Simon,
se administrasen las cosas y no las personas.
Los revolucionarios de la revolución modernizadora del Estado, como García
Linera, el vicepresidente boliviano, quieren reforzar el aspecto unitario,
centralista, en la Constitución y hacer del Estado un aparato más eficaz para el
desarrollo capitalista en el país, acabando con la corrupción, el regionalismo,
los privilegios de casta y eso les lleva a aborrecer las autonomías. Los
revolucionarios autonomistas y autogestionarios, por el contrario, queremos
reforzar el Estado naciente, el de abajo aún en construcción, las decisiones
asamblearias de los pueblos indígenas y las comunidades de todo tipo que la
actual Constitución boliviana, por ejemplo, consagra pero que los primeros
violan cuando les conviene recurriendo no al consenso sino a la violencia.
Si se consultase a los directamente afectados, en su territorio, su vida y su
cultura, por las diversas opciones técnicas o económicas que se enfrentan
(construir o no una carretera en un bosque virgen, por ejemplo, o dar un rodeo
por otras zonas que no la rechacen) no sólo se reforzaría el consenso político
con que cuenta el gobierno sino que también se construiría ciudadanía,
pensamiento crítico, democracia.
El jacobinismo, el caudillismo, el verticalismo, la utilización del aparato
estatal para imponer una línea trazada a espaldas de los sujetos mismos del
cambio social debilitan, en cambio, al mismo Estado que tratan de modernizar y
de reforzar. La fuerza que cambiará Venezuela no es el gobierno de Chávez sino
la organización, concientización y capacidad de iniciativa de quienes apoyan a
Chávez, y en los que éste se apoya. Una
revolución ciudadanaen Ecuador sin la izquierda, los indígenas y el ambientalismo de izquierda dependerá sólo de la disciplina dudosa de las fuerzas armadas.
Por supuesto, la red de autonomías y autogestiones debe ser aún construida o
reforzada para que sea un Estado, no Estado de abajo, y hay que utilizar y
mejorar al insuficiente y deformado Estado actual para navegar en el mercado
mundial y reparar injusticias sociales en el plano nacional. Pero, si se quiere
apostar a un cambio social, hay que construir consenso, autonomía,
autorganización, autogestión, democracia.
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